29 ene 2011

Notas sobre "El artista como lugarteniente" de T. W. Adorno


  El artículo de Adorno comienza con el señalamiento de los problemas de la recepción de Valéry en Alemania, sobre todo porque la ponderación del escritor francés se había circunscripto a su obra lírica (traducida parcialmente al alemán por Rilke). Luego de aludir al problema de la traducción y a la incomunicabilidad de la lírica, invocando a George y a Benjamin, Adorno pasa a remarcar el peso que tiene la obra en prosa de Valéry. En principio, Adorno encuentra en la prosa de Valéry, no tan conocida en Alemania como sí su obra lírica, una relación luminosa entre dos momentos que no pueden ser ni escindidos, ni diluidos. Esos momentos son la configuración propiamente estética y la reflexión sobre el arte.
En 1954, Adorno ahondará más el asunto de la exposición en “El ensayo como forma”, en donde reflexionará sobre los momentos de afinidad entre el arte y la filosofía. Pero en el trabajo sobre la escritura prosística de Valéry, Adorno destaca un proceder que le permite mostrar la tensa relación entre arte y política, aunque sin asumir los falsos dilemas que, según él, se plantean en su época. Precisamente, ante la falsa dicotomía entre arte puro – l´art pour l´art, preocupado por la configuración inmanente de la obra - y arte comprometido - empeñado en ver en la obra de arte sólo una función que trasciende lo meramente estético y lo torne un instrumento de inmediata aplicación práctico-política -, Adorno ve los rasgos de una tendencia socio-histórica: pensar con esquemas preconcebidos. En tal sentido, Adorno censura la polarización que se realiza tanto en la producción de la filosofía de los valores eternos de cultura como en la de los poetas de la catástrofe. En el fondo, la filosofía primera y la poesía existencial se tocan.
 Adorno encuentra en Valéry el modelo para pensar el modo en que en el trabajo de los artistas, en el esfuerzo afanoso con los materiales que dispone, se puede percibir un conocimiento de la esencia social de las producciones espirituales. Allí se reflejarían los procesos históricos y sociales de una manera mucho más atinada que en las producciones cuyo contenido superficial clama por la transformación inmediata del mundo. Un ejemplo de esto último sería la visión sartreana de la literatura. Adorno utiliza en este contexto un argumento similar al que expondrá luego contra los activistas estudiantiles: tanto los artistas, que en sus obras explicitan la prioridad de su contenido social (por ejemplo, quien plantea que una obra es más comprometida porque sus héroes son proletarios, o alusiones indirectas a ellos), como los estudiantes revolucionarios, olvidan el peso del mundo – o la resistencia a los cambios pensados desde la mera voluntad subjetiva de las formas objetivas - que se quiere transformar. Así, ambos desatienden tanto la relación con la historia sedimentada en los materiales heredados, como la mediación teórica.
 El artículo también se puede entender como una forma del procedimiento concreto de crítica dialéctica: parte de un libro concreto de Valéry, para revelar cómo, desde ese particular, es más, desde particularidades de ese texto, se puede iluminar algo de las relaciones sociales objetivas, de la configuración de la totalidad social e intentar trascender la tendencia al endurecimiento e inmovilidad de esa totalidad. Esto no sería llamativo si pensáramos que un texto o un párrafo de un texto, o un pedazo de una melodía, son un ejemplo particular de una normatividad general, donde una vez comprobada la correspondencia, lo singular en sí ya no valdría nada. Contra esta idea propia de la estética filosófica sistemática, que analiza los fenómenos artísticos desde categorías preconcebidas, como la idea de estilo, se dirige la crítica dialéctica.
 El libro es “Danza, dibujo y Degas”, que por aquel entonces (década de 1950) se traducía al alemán. De nuevo Adorno refiere al tema de lo que se pone en juego en la traducción (el problema de la relación con lo diferente, con lo no-idéntico, de algún modo es el problema de dialéctica de la ilustración y de dialéctica negativa). La pregunta por la totalidad tiene aquí un anclaje para pensar: ver cómo, desde la traducción de un texto, se motorizan las relaciones de identidad y no identidad, de inmediatez y mediatez, de subjetivación y objetivaciones (“el talento de Valery se hallaría en una forma de exponer las más difíciles y severas experiencias con el objeto de tal modo que aparezcan como “jugando”). Dice allí Adorno que esa facultad se alimenta del “impulso a objetivar” que no tolera nada librado al azar ni nada no aclarado. Pues, la idea de medida del logro subjetivo que se expone en el texto como “la transparencia hacia el exterior” refiere a la producción plenamente objetivada. Un motivo a tener en cuenta para comprender esta idea de objetivación, motivo por cierto de tono nietzscheano, es el impulso somático que mueve a la producción, tanto artística como intelectual. Habría que recordar que si toda reificación (en el sentido malo) es un olvido, es un olvido de lo que movió al espíritu a la realización de las formas objetivas para lograr su plenitud sensible.
 Para justificar por qué habla de Valéry, y no enjuiciar si lo que él dice sobre Degas es atinado o no, Adorno apela a la relación responsable del productor con su obra, de máxima proximidad con la producción artística. Claro, exime tanto a Kant como a Hegel, quienes, según Adorno, a pesar de no haber sabido nada de arte, tuvieron intuiciones realmente importantes sobre el mismo. El trabajo contrario es el de aquél que puede co-realizar la obra, del que conoce los entretelones y detalles técnicos de la producción. Por supuesto aquí Adorno excluye la idea de que el público, especialmente en el mundo administrado, pero no sólo en él, pueda participar en la coactualización de la obra. A esta idea habría que entenderla en relación con su conformación histórica, a la constitución de un tipo de público que reduce el trato con la obra a su degustación, rebajándola en última instancia a una proyección del ánimo contingente del receptor.
 Valéry sería el caso de la persona que puede hablar de arte y realizar agudas intuiciones sobre él porque participa de la disciplina objetiva que impone la obra, del proceso productivo artístico. Podríamos pensar también en la búsqueda de Adorno de un alter-ego, de un sujeto que es a la vez artista y pensador, como el mismo Adorno en su doble condición de músico y filósofo. El conocimiento de Valéry del proceso productivo, no es un conocimiento que opera legaliformemente, algo así como el establecimiento de leyes que explican cómo debe proceder un artista, por fuera de la obra, sino que el proceso productivo se refleja de tal modo que, sin omitir la singularidad de la obra que trata, más aún, conservándola, ella no queda limitada a su mera parcialidad y se transforma en un momento universal, vinculante, a partir del propio desarrollo de lo particular que la obra implica. A esta idea Adorno la expresa al decir que Valéry “abre la brecha en la ceguera del artefacto”. Si la obra fuera sólo un objeto entre los objetos, no trascendería su mera parcialidad, su carácter cósico meramente positivo. Pero una singular obra material es mucho más que una mera singularidad; es trabajo acumulado; conservación, negación y consumación de la producción espiritual de los hombres. Por eso que una obra consciente de sí misma es más singular cuando más trasciende su mera singularidad, en cuanto más revela, en su trabajo inmanente, ese proceso histórico y social que la constituye. En esa singularidad que se trasciende a sí misma, la obra deviene autoconsciente y pone en movimiento su contenido histórico inmanente, mostrando así sus propios límites.
 En tal sentido, tanto la ciencia del conocimiento del arte como las producciones artísticas refieren a la idea de humanidad y esto encierra, para Adorno, una importante paradoja. Si bien Adorno en muy pocas ocasiones aclara de lo que está hablando con la idea de humanidad, pues de ella hoy sólo podemos hacernos una idea de lo que no es, esa idea sólo podría realizarse, en el estado actual del mundo, mediante la división del trabajo. Pero de esa división del trabajo no podemos liberarnos como con un toque mágico que nos retrotrayera a un estado donde ella no habría sido esencial para la vida de los hombres. La paradoja es que, si la humanidad ya sólo se puede realizar a través de la división del trabajo, a su vez ella no se puede realizar porque esa división se ha vuelto irreflexiva, pues la praxis de la razón, incapacitada para pensar el todo por estar sometida a esa misma división del pensar y la acción que ella incentivó (pensar por ejemplo, en la división de la facultades humanas en entendimiento, sensibilidad, imaginación, cuyo resultado fue la compartimentación de las esferas de la cultura con su lógica específica) termina sacrificando al mismo individuo, momento necesario de la realización de la humanidad. A esto se refiere habitualmente con la noción de enajenación de las facultades, cuyos dos momentos más emblemáticos y dramáticos se pueden, quizás, rastrear en la Crítica del juicio de Kant y en Economía y Sociedad de Max Weber. Pero también para Adorno se han tornado paradójicas las relaciones entre enajenación y objetivación (Temática que se remonta a los Manuscritos de Marx y a Lukács)
 Lo que se torna problemático entonces es la función del especialista en el mundo administrado y su relación con la totalidad. La idea que Adorno ve en Valéry es que en el artista especializado, que trabaja obstinadamente en la producción de su obra siguiendo las estrictas pautas de la división del trabajo, se halla la fuerza de resistencia contra el desmembramiento del hombre. En tal sentido, el especialista sometido a la ciega división del trabajo contiene su momento de universalidad. La especialización en el trabajo de los artistas radicales protesta así contra el debilitamiento del yo.  Por supuesto, habría que tener en cuenta que hay una gran diferencia entre el debilitamiento del yo al que se someten los hombres y el sumergirse del yo en la obra, donde el yo se enriquece en la experiencia con la cosa, del mismo modo en que ésta sale, en su mayor determinación, mucho más plena.
 De este modo, Valéry, a la vez artista y crítico, comprende mejor la esencia social que los artistas que se definen como comprometidos. La pregunta de Adorno es si se puede hablar inmediatamente del hombre al mismo hombre en un mundo completamente mediado, completamente alienado.
 Adorno apela a la idea de razón que se piensa a sí misma, de autoilustración de la razón sobre su participación en el "nexo de culpa" (Benjamin), en tanto olvido de su finalidad y su fetichización como mero medio, y como forma de cicatrización de la violencia y represión que la totalidad social ejerce sobre los sujetos, al volverse irracional. Y se vuelve irracional, porque funciona con independencia de los fines para los cuales la sociedad como todo, como red vinculante entre los individuos, fue creada por los mismos sujetos. La idea de sociedad como sistema Adorno la expondrá, en 1966, en Dialéctica Negativa. Esta idea la ha explorado Silvia Schwarzböck en Adorno y lo político.
 Adorno considera que esta postura no lleva a Valéry a encerrarse en la pura interioridad, retomando la crítica de Hegel al “alma bella”. El alma bella es caracterizada a menudo como aquella posición que puede ser consciente de lo horrible que se ha tornado - o que en sí es - el mundo, y pule su interioridad como el refugio de algo todavía no contaminado por ese mundo. El "alma bella" no ve en la propia praxis intelectual un contenido político en relación con el mundo, al mantener una falsa consciencia con respecto al papel del individuo en la transformación o conservación del estado de cosas y desestimar cualquier injerencia de la praxis colectiva. “El eremita que sabe cuando sale el próximo tren” es el que se refugia del mundo feo pero que se adecua perfectamente a su fealdad, en tanto reserva en él mismo el refugio de algo diferente al mundo. Adorno necesita sacar a Valéry de esta sospecha, porque esta sospecha muchas veces a recaído sobre el mismo Adorno. El punto es que para Adorno, Valéry expresaría las contradicciones sin resolución, en el estado de la sociedad actual, entre la praxis intelectual y artística y las condiciones sociales de producción dominantes. Valéry a la vez que actuaría como un agente de desenmascaramiento, vería también lo que el trabajo artístico podría llegar a ser, desde un punto de vista utópico, en las condiciones tecnológicas actuales: la transformación del artista en cosa, en instrumento. Es decir, esta idea de cosificación del artista va contra la idea de cosificación absoluta del proceso de producción capitalista, que entiende al objeto producido como propiedad privada del sujeto individual que lo produce (hay un doble juego con la idea de cosificación en Adorno, por eso muchas veces habla de buena cosificación y de mala cosificación). Por eso Adorno considera que el despliegue del contenido de verdad de la obra sólo es posible si el “artista como productor” se somete a la disciplina que el asunto impone. En este trabajo que cuestiona la idea de genio creador, Valéry se acerca al artista que Adorno alguna vez denominó el compositor dialéctico por excelencia: A. Schönberg. Algo más liberador, dice Adorno, se halla en la autoconciencia de la obra lograda por estos dos burgueses, Valéry y Schönberg, que se toman muy rigurosamente el trabajo con la obra de arte. Lo que asumieron estos artistas con total seriedad fue, en definitiva, la paradoja de la apariencia estética y el precio que todo arte burgués serio debe pagar. La paradoja de que el arte sea real, en tanto hecho producido e inmerso en la misma realidad, e irreal, en tanto funciona como ilusión, como algo que se diferencia al mundo empírico. El esfuerzo que exige la especialización es el costo que el arte debe asumir por presentarse como mentira en medio de lo real.
 En ese momento de “obligaciones objetivas” que se imponen al artista serio, el arte tendría cierta afinidad con la ciencia. Habría que recordar que Adorno no aboga por una desfiguración anacrónica de la división del trabajo. Él considera que los ámbitos del arte y de la ciencia deben estar bien definidos y que el arte no se contagia de la ciencia, ni la ciencia del arte. La importancia de Valéry estaría en que él representaría la antítesis de lo que ha devenido el hombre en la sociedad de masas. Los hombres sólo serían en ella un punto de referencia para programar el funcionamiento “ciego” del sistema (ciego sería irracional, algo que funciona con independencia de los fines legítimos para todos por los cuales se ha creado). El sistema conoce a las víctimas sólo para dominarlas, y las víctimas se adecuan plácidamente a ese dominio –no habría que olvidar que, para Adorno, también los poderosos son víctimas del sistema, aunque diferencie entre éstos y los desposeídos. La antítesis a eso sería el proyecto malogrado del individuo consciente de sí y de las mediaciones del proceso social en las que se él encuentra. El arte hermético (el que practica y piensa Valéry lo sería) se dirige entonces a esos hombres que no pueden receptarlo; y ellos no pueden hacerlo, sin distorsiones ideológicas, por lo que se han vuelto, es decir, por ser meros engranajes de la máquina sistema. En cambio, la imagen que propone Valéry son aquellas veladas de un sujeto que no existe, imágenes de un hombre posible pero innombrado. Ese arte es más humano en su inhumanidad, en su alejamiento de todo trato con lo que los hombres son actualmente, y en su obediencia a la propia y difícil de la lógica artística, que necesita de la máxima concentración (se podría pensar en uno de los motivos que generó la disputa de Adorno con Benjamin).
 En este sentido, todo arte radical, autónomo, es lo contrario de la resignación. Adorno luego argumentará de igual modo contra los estudiantes que lo acusaban de haberse resignado ante el mundo burgués. Adorno dirá en sus últimos textos que quienes se habían resignado eran los estudiantes, porque capitulaban ante los mismos imperativos del orden establecido, al exigir el abandono de la reflexión teórica autónoma, y el paso compulsivo a la acción inmediata.
 Quien no capitula, dirá Adorno, ante su obligación configuradora con la obra, todavía conserva en sí una promesa de felicidad auténtica, negada a los hombres en el mundo empírico, o compensada por los productos de la industria cultural (una felicidad falsa, no asociada a un concepto enfático de verdad). El humanismo afirmativo y el sensualismo son falsos porque conceden demasiado a la idea de lo que los hombres son en la actualidad, es decir, lo más parecido a los restos en los tachos de basura de Fin de Partida de Beckett. En tal sentido, el humanismo y el arte sensualista son conformistas y reaccionarios políticamente. Por su carácter reaccionario, también se vuelven cómplices de que perviva el todo falso.
 Al final, contra la idea de que la posición de Valéry supone una metafísica del artista, Adorno introduce la idea de que el artista es el lugarteniente de la sociedad, del sujeto social total. Adorno considera que el artista radical, en su actividad pasiva, se somete al proceso productivo y elimina el elemento de mera "contingencia" de la individuación. Habría que entender a la idea de contingencia utilizada aquí en un sentido dialéctico. Es decir, Adorno ve allí lo que no tiene en cuenta conscientemente a lo otro con lo cual se enfrenta, lo otro que de algún modo nos interroga, y sólo sigue su propios deseos arbitrariamente.
 El arte y el pensamiento de Valéry serían ese lugarteniente del hombre indiviso que la filosofía hasta Marx centró en la idea de humanidad. Pero es lugarteniente en el sentido de que esa humanidad no es posible en las actuales condiciones de existencia. Para que el arte se realice a sí mismo en la praxis, es decir, cuando deje de ser una promesa, y la felicidad sea real, tendrían que cambiar las condiciones en las cuales los hombres se relacionan entre sí y con las cosas. Adorno culmina el texto refiriendo a la necesidad de la autoconsciencia de Valéry para la realización del concepto de arte. Pero lo que no está explicitado en este texto, es que quien debería cambiar las condiciones para que la felicidad sea posible, y que el arte pueda elevarse a su propio concepto y trascenderse, es la política; y la acción política, para Adorno, es irrealizable en el mundo administrado. Por eso, queda el arte. El arte hace las veces de ese otro que tendría la autoridad real para realizar la promesa. Por eso su formulación como lugarteniente - en la jerga militar es aquél que tiene la autoridad para hacer las veces de otro en un cargo. El arte radical, autónomo, guardaría la promesa de la praxis política ilustrada -malograda por la misma ilustración- pero sin poder por su propia fuerza concretarla.

Esteban Juárez
(Notas de clase)

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