16 sept 2010

Notas y proyectos acerca de la posibilidad de reactivar institucionalmente los impulsos anti-institucionales del arte del pasado.

Por Fernando Fraenza y Alejandra Perié
(Presentado en el primer encuentro “Experiencias estéticas y praxis política" ECI-UNC. Marzo del 2010)
Diálogos sobre el (no)arte reciente
  Ya, a comienzos del tercer milenio, se ha dicho mucho -y se ha escrito una inmensidad- en relación al problema de cómo los jóvenes o actuales artistas, curadores, historiadores, comisarios, teóricos críticos o funcionarios “rearticulan” la memoria artística y política del escenario de los sesenta, quebrada ya por la dictadura –en la Argentina (1976-1983)-, o –más eficazmente aún- cooptada por la institución arte, en todo el mundo. Especialmente, tales dichos y escritos de han sucedido desde que los episodios de Tucumán Arde (Rosario, Buenos Aires, 1968) ingresaron al relato oficial del arte del Plata, constituyéndose en referencia diagnóstica e ineludible para aquellos que se hayan preguntado por la posible co-articulación entre arte y política.
  Nos referimos al intenso y apasionado diálogo que toma por objeto el modo en que vienen siendo -en los últimos decenios- analizadas, recuperadas o reconstruidas las neovanguardias de los sesenta, por la historiografía, por la teoría crítica y por el propio arte. Una discusión que lo es, sobre todo, acerca de cómo activar, rehabilitar o –por lo menos- comprender lo que por entonces significó -radical y auténticamente- una expansión horizontal de las bellas artes, que procedía rechazando casi por completo sus relaciones verticales con la institución arte.
  Se trata –dice Ana Longoni- “…de un diálogo intelectual intenso e inusualmente riguroso acerca de las distintas operaciones (concretadas en investigaciones, libros, curadurías, etc.) sobre ciertos hitos del arte conceptual argentino (y latinoamericano), políticas cuyo despliegue sostenido desde comienzos de la década del noventa viene afectando las capacidades de reactivación (o desactivación) de aquellas experiencias en nuestro presente.” (2008, p.8) Esta historiadora se ha preguntado, inclusive, si los intentos de reactivación de un legado crítico observables en las prácticas del actual arte activista encuentra en episodios del pasado (a través de ciertos returns) conexiones precisas y reservorios de recursos y experiencias para el presente (ibid).
  Para trabajar sobre el asunto ha propiciado recientemente la formación de una Red de Investigadores sobre Conceptualismos Latinoamericanos, un impulso colectivo –entre otros- por constituir una plataforma de pensamiento e intervenciones críticas que se propone articular a distintos sujetos o laboratorios que vienen trabajando en diversos contextos pero coincidiendo en el intento de generar políticas de archivo, investigación, publicación y curaduría alternativas -inclusive- antagónicas a la actual preponderancia de la lógica fetichizada (mercantil, neocolonial, etc.) en el sistema del arte actual.
  Una de las palabras clave, en el tipo de reconexión (política) que se pretende con unas prácticas pasadas, parece ser “reactivación”. Término que aparece una y otra vez, como necesidad ante la incorporación fetichizada de las experiencias y voluntades políticas artísticamente impalpables de la neovanguardia a la visibilidad del circuito institucional actual del arte pleno. Podríamos decir, escuchando las trifulcas y lamentaciones ante el poder de la maquinaria canonizadora, que dicho término, en virtud la equivocidad con que ha sido históricamente delimitado, mantiene alerta la posibilidad de mostrar un punto de fuga hacia dónde arrancar, con el fin de pensar y especificar nuevas perspectivas y soluciones al problema de hacer reverberar en el presente y potenciar las experiencias pasadas. Nuevas perspectivas que escapen ya del “campo de atracción” institucional de las artes y promuevan gestos reactivadores libres –en lo posible- de todo componente residual de lo sacro tal como podría serlo la confianza excesiva en la “aproximación sensible”, en la función o el poder prometido por las poéticas políticas, otra vez: la confianza ideológica en el arte.
  Al momento de elaborar nuestra propia idea de reactivación dimos con un extenso prefacio escrito por Alain Badiou en 2007 para la traducción castellana de su “sesentista” y –a la vez- “platónico” Le Concept de modèle. Publicado originalmente en 1969, El concepto del modelo transcribe dos conferencias preparadas por este filósofo como parte de un curso de Filosofía para Científicos organizado por Althusser en 1968 e interrumpido en su dictado por los hechos del mes de mayo. Si bien, estas conferencias constituyeron un punto de partida afortunado para dar forma a los lineamientos de desarrollos posteriores de su labor no sólo como pensador sino también como escritor político, lo cierto es que, en este pequeño volumen “la filosofía es ampliamente sierva de la lógica matematizada” (op.cit., p.26), reactivación platónica que –en vista al posterior desarrollo de su propio pensamiento crítico- obliga a una explicación. Pues bien, a continuación, en esta breve despareja reflexión, nos hemos dejado llevar por una suerte de mapa o acerbo en el que aparecen algunas de las reactivaciones posibles.
  Cuando nos licenciamos a tomar las cosas en una perspectiva ampliada y calma -en cuanto a sus pretensiones de razón- normalmente sucede que volvemos atrás. Vale decir, ocurre que permitimos que los diferentes estratos de pensamiento, destituidos por las urgencias de la pugna entre las fuerzas fácticas (Apel), encuentren nueva y -ahora- convincentemente su lugar en la construcción conceptual. Con salvedades, se trata del procedimiento que también Husserl denominó reactivación (en este caso, de los sedimentos). “Él, y de manera aun más decisiva su discípulo Heidegger, conciben casi siempre esta reactivación como un movimiento hacia lo original, o como el descubrimiento de una significación cuyo olvido no debe disimular que es más auténtica.” (Badiou, 2007, p.14)
  Tenemos cabal ejemplo de lo dicho en la medida en que, la crítica del pensamiento identificante que atraviesa toda la historia de la ilusión objetivista y –por lo tanto- del sometimiento del ser por el uno y la lógica de la equivalencia, exigiría su sustitución por otro movimiento que reactivase la intensidad de la proximidad originaria con lo que es. Actitud cuyo recurso es a la mímesis preilustrada, -inclusive- prelingüística, y a la conservación dentro de la lengua o al interior de la obra de arte, por parte de los artistas, de aquella resonancia (tal vez molesta) que la racionalidad instrumental habría vuelto imperceptible. Todo esto para sostener que nuestra propia propuesta de reactivación, a continuación, bastante más kantiana, va –por mencionarlo de algún modo- enderezada en otra línea.

Reactivación ya en los sesenta

Las vanguardias políticas y luego artísticas han escudriñado detrás de las apariencias de la organización social burguesa, buscando la presión vital y el conflicto. La lucha de clases impulsada por el proletariado era -precisamente- esa suerte de secreto oculto detrás del movimiento del suceder histórico. El mecanismo de la historia llevaba en sí mismo lo original, por debajo de las apariencias de la economía capitalista y la ideología burguesa. Ya en el arte, la vanguardia tenía como fin volver –de muy diversas maneras- a instancias pretéritas, anteriores a la autonomía, aún desligadas de una representación armonizadora (Marcuse). En las bellas artes, anteriores al efecto ilusivo, en la música, más fundamentales que la tonalidad. En este sentido, la crítica vanguardista dirigida contra la superstición de lo orgánico (Adorno) equivalía a las filosofías de la restitución de lo primigenio contra las figuras civilizadas y alienadas del orden burgués. Inclusive, la disposición de los artistas más involucrados en la radicalización política que recorre la sociedad argentina a fines de los años sesenta y primeros setenta se relacionaba con una ambición -de alguna manera- originaria: contra el modernismo domesticado (Huyssen), contra el “nuevo arte argentino” y su “puesta al día”. A la vez, contra la típica idea de compromiso del PC, la cual implicaba, como dijo alguna vez Nicolás Casullo, “seguir haciendo danza en los pequeños festivales y recitando algún español de la guerra civil.” Los artistas incorporados al FATRAC, por ejemplo, participaban de una suerte de “retorno” al entusiasmo de la vanguardia heroica, alentados en esa “autenticidad” de abandonar el arte (o de alcanzar su autocrítica o autoconciencia en el entorno de la sociedad burguesa [Bürger, 1974, iii.]), pero descubriendo –entre el foquismo y una revolución ya distinta pero inminente- una nueva manera de habitar ese mundo más esencial (de reactivarlo), y en este aspecto se podría decir que, contrariamente a la heroicidad anti-artística de la vanguardia, el carácter centrífugo de esta neo-vanguardia rioplatense ya era otro: adoptar -en marcada fuga- los métodos semiclandestinos de la lucha política, los procedimientos de participación política (o in-política) no mediada por el arte. Y con esto, a su vez (ya teniendo en cuenta las subjetividades modélicas del intercambio), de autocrítica del arte sobreviviente a su propia muerte, ahora ya en una sociedad post-burguesa. Nuevamente, cabe insistir en que esta autocrítica no se produciría de modo alguno en la recepción y el disfrute artístico-político del contenido y las intenciones manifiestas de las obras, sino en una interpretación crítica y diagonal de dichas prácticas.
  Ya tenemos en la propia neo-vanguardia rioplatense un proyecto ejemplar para reactivar los sedimentos de la brillante tradición revolucionaria asociada a la muerte hegeliana del arte y reencontrar la potencia autocrítica del arte. Buscaban una genealogía diferente, previa al primer fracaso y domesticación artística de la vanguardia, representada localmente por el New Art of Argentina.
  En el pequeño libro citado, Badiou intenta describir su propio entusiasmo reactivador durante los sesenta, cuando, contrarios al aburguesamiento del partido, imaginaban un retorno a la verdadera inspiración revolucionaria, que creían del lado de la militancia por la guerra de liberación de Vietnam o de la revolución cultural.
Estábamos apasionados (sigo estándolo), más acá del éxito insurreccional bolchevique, por las tentativas de democracia inmediata de la Comuna de París. Cuando se trataba del término “república”, nuestro interés se inclinaba, más acá de la democracia parlamentaria burguesa, hacia la dictadura popular bosquejada en 1793 por el Comité de Salut public. (…) éramos activos en el límite del "grupo en fusión" (movimientos rebeldes) y de la subjetividad del tipo “fraternidad-terror” (nuevas formas de organización), y criticábamos la otra transición, la que conduce, en las trampas del poder, de la fraternidad-terror al Estado socialista y que se resume en la fórmula cuyo memorable fracaso ahora conocemos, la de Partido-Estado. (Op.cit., p.16)
  Sin considerar el FATRAC como la única opción revolucionaria para los artistas argentinos de finales de los años setenta, en la poética resultante de dicho frente y sus circunstancias, hemos de registrar –también- un ejemplar impulso reactivador de las fases más autocríticas o –si se quiere- deconstructivas de la ideología del arte burgués, contrario a los procesos de estilización que reinstauraron –en el mundo y en la Argentina- la categoría de obra de arte, una vez fracasada la vanguardia y superviviente el arte. En otros términos, la conjunción entre vanguardia artística y política que promovía el FATRAC (como suele decirse, siguiendo una lógica que parecía ir más allá de la mera politización de la vanguardia artística, hacia la disolución del arte en la militancia política), un tipo de muerte auténtica del arte, como silencio (Vattimo, 1985, iii), criticaba o respondía otra transición, la que condujo a una muerte del arte, débil pero real, como triunfo de la industria cultural (aún cuando, para un sector del consumo diferenciado, ésta tenga el aspecto –mas o menos convincente- del arte de vanguardia, inclusive en cuanto a la orientación política correcta de su contenido). Y todo esto, en una suerte de reactivación de una prístina muerte del arte, fracasada como reintegración utópica pero exitosa y profunda como conocimiento profano del arte y puesta de manifiesto de su carácter institucional e innecesario.
  Amerita ahora hacer una aclaración, para comprender lo que hemos dicho en el párrafo anterior en relación a los datos más empíricos de la historia del arte “de neo-vanguardia” en la Argentina. Es habitual y correcto distinguir –por parte de los historiadores- entre el simple anhelo de violentar el arte excediendo sus límites (i) y el estatuto artístico de la acción política-revolucionaria (ii). Distinción gruesa que evalúa un proceso de radicalización neo-vanguardista (Foster) a lo largo de los años sesenta, que conducirá terminará por recurrir a la apropiación de los procedimientos de la lucha política como apropiación artística. de darle estatuto artístico. A pesar de esto, necesitamos para dar forma a la idea que ahora estamos proponiendo, marcar el carácter –en buena medida- estilizado (y domesticado) de lo que los historiadores, analizando sin más los artefactos y las manifestaciones de los autores empíricos, tienen por exceso respecto de los límites del arte. No se trataría ya de una pura rebelión contra la función normalizadora de la tradición o verticalidad vertical del arte. La obra de artistas como Kenneth Kemble, David Lamelas, y Marta Minujín -pero también buena parte de las obras de Pablo Suárez, Oscar Bony, León Ferrari o Ricardo Carreira (más radicales e inorgánicas en algunos de sus niveles de lectura)- no conseguiría poner en escena un juego dialéctico entre ocultamiento y escándalo público, quedando tan sólo con este último efecto. Parafraseando al Habermas del Premio Adorno (1981), digamos que: fascinados ante el horror que acompaña a toda profanación, no consiguen huir de los resultados más triviales de la profanación llevada a cabo. No se trata básicamente de estrategias de silencio sino más bien de consumo cultural. La apuesta ahora es entender y valorar el proyecto expansividad social y política en la medida en que éste, hacia el interior del arte mismo, consigue destruir los lazos verticales anudados por la creencia artística. Exceder los límites del arte y sus supersticiones implica ya estar fuera del curso vertical de la historia del arte, por no decir evadido de la institución arte, expresión que favorece la frecuente confusión entre la institución (pensar que le arte es necesario para algo) y el instituto (los museos, los catálogos, los premios, etc.). La apropiación artística de lo radicalmente no-arte, por ejemplo la violencia o la acción política en la Argentina, es un tipo de entorpecimiento legítimo del curso del arte y de sus límites; sobre todo por no ser arte y por promover un tipo de autocrítica y conocimiento de sí, que continúa el proceso de análisis y decostrucción institucional inaugurado por la vanguardia heroica y abandonado luego con su transformación en arte. Como sostiene Foster (1996, I.), con la vanguardia, la institución del arte –aún puesta de manifiesto- no queda para nada analizada o definida. Ésta es una matización importante pues, la vanguardia –haciendo visible el carácter institucional y contingente del fenómeno arte- nada representa o demuestra acerca de la institución arte. Obviamente, carecer de una ley suprahistórica (i) y ser un fenómeno institucional (ii) no pueden separarse, pero tampoco es lo mismo. Una cosa es falsar la ley del arte, poniendo de manifiesto su carácter institucional (i), otra distinta es reconstruir o representar hipotéticamente dicho carácter (ii); diferencia heurística que nos ayudaría a distinguir las vanguardias históricas de las neovanguardias: si las primeras se centraron en evidenciar lo convencional, la neovanguardia reactiva la vanguardia concentrándose en el desmontaje de la creencia institucional. Inclusive la creencia posthistórica que conserva para el arte posaurático un tipo de politicidad o capacidad expansiva intrínsecas que no requeriría el puro y simple dejar de hacer arte para dedicarse hacer a la revolución. Si el aporte al conocimiento del fenómeno arte durante los años veinte lo es acerca de su contingencia e historicidad; la reactivación producida por una neovanguardia auténtica, lo es en su intento por convocar una investigación crítica de la institución del arte, de sus parámetros perceptuales y cognitivos, estructurales y discursivos. La institución del arte no habría sido captada o representada como tal en la vanguardia histórica, sino en algunas de sus reactivaciones neovanguardistas. Bajo una mirada atenta, los episodios más auténticos (o dialécticos) de los sesenta permitirían enfocar la institución mediante un análisis creativo y reconstructivo, no se verían ya como una simple profanación anarquista, susceptible de convertirse también ella en arte, en una suerte de transición que conservaría buena parte de las expectativas y la esperanzas asociadas al mismo. Como podría serlo la suposición corriente e ideológica de que podría celebrarse algún tipo de expansividad política que no dependiera de, o estuviera dada por, la manera en que destruye sus lazos verticales con un pasado de obligaciones, promesas y dominación política, mediante las cuales, unos sujetos (oficiantes: artistas, comisarios, críticos, historiadores, etc.) se apropian del poder de otros (creyentes).
  En una era en la que las obras de arte pueden ser indistinguibles de la acción política directa o de sus recursos mediáticos, la superstición del arte no pasa ya por la metáfora orgánica sino por una suerte de impermeabilidad que afecta al discurso que actualiza, distribuye y aprovecha la recepción de las obras de arte. Impermeabilidad ante la disonancia de reconocer, ante la experiencia del (no)arte mismo, que su institución o las reglas de su juego, impiden que aquellos contenidos que procuran una modificación de la sociedad en cuanto supresión de la alienación, sean eficaces en la práctica (Bürger, 1974, IV.)

Reactivación hoy
  
  Ya en el nuevo siglo, Alain Badiou, buscando “captar la potencia matemática al servicio de un desarrollo intelectual que podría prescindir de esta captación” (op.cit., p.31), recuerda una nueva transición, más próxima a nuestro problema, pero que implica nuevamente a la noción de reactivación:
  Cuando volví, entonces, hacia mediados de los años ochenta, hacia el fundamento formal del pensamiento creador o rebelde, no era un movimiento hacia lo original o lo auténtico, como lo era nuestra acción política antirrevisionista, contra el Partido Comunista Francés y “sin partido”. Era más bien una suerte de corrección inmanente de ese movimiento, de manera de descubrir no su salvajismo primordial o lo abrupto olvidado, sino por el contrario la potencia racional, la fuerza conceptual intrínseca, la capacidad de especulación, en una palabra la fidelidad a la gran tradición de la filosofía como victoria sobre el caos. No buscaba el equivalente poético de los presocráticos contra una tradición platónica olvidadiza de lo esencial. Buscaba, por el contrario, nuestra base platónica contra un entusiasmo antiestatal excesivo, al servicio de la revolución pura, entusiasmo cuya formidable alegría vital y poesía existencial había saboreado, pero cuyo recurso puramente inmediato veía agotarse. (Op.cit., p.17)
  En ese punto encontramos, nuevamente, la función rectificadora y pacificadora de la idea hegeliana de muerte del arte, en cuanto resulta fecunda para abordar conjuntamente, el problema de la vanguardia, del presente, y del futuro del arte. Hablamos nuevamente no del fracaso de la vanguardia en su plan de reintegración utópica sino en su éxito en orden tanto a revelar el enigma del efecto, o sea, la carencia de todo efecto en el arte, como a terminar con cualquier tipo de validez estética de las obras de arte, es decir a contribuir con fuerza al consenso actual acerca del carácter heterogéneo de la clase de las obras de arte, las que ya –se sabe- no requieren serlo (en términos de algún tipo de inmanencia) para serlo empíricamente (como lo sostiene Adorno en la Filosofía de la nueva música, 1949). Contribución que ha de tenerse por un descubrimiento (Danto, 1997) o –por lo menos, caeteris paribus- por un acuerdo sin reservas entre interlocutores (abstractos o empíricos) de frente a las pretensiones de validez de una ilocución constatativa, y no, una mera declaración con fines eclusivamente perlocucionarios o estratégicos. Tampoco la creación de obras de arte a lo largo de la modernidad y hasta la vanguardia fueron acciones ritualizada con arreglo a normas tradicionales. Fueron sí, todas éstas, acciones orientadas –en parte- al entendimiento y no acciones clara y puramente enderezadas a fines, dentro de un campo de lucha sin fin lo describe con agudeza Pierre Bourdieu (1992). De modo que, entre el 1500 y la vanguardia, los sujetos -de lenguaje y de acción- que formaron parte de la naciente comunidad experta del arte, mediante la acción dirigida a resolver problemas, controlada por el éxito, entraron en contacto con una “realidad” del arte que continuamente los sorprendió, y que debió ser experimentada en el trato práctico como algo que se resiste respecto de su conocimiento (Charles Peirce), como algo cuyo sentido (Hjemslev), lo es en el aspecto no tanto de significado sino de líneas de resistencia o posibilidades de flujo (como las hay en las vetas de la madera o el mármol, que conducen o impiden el corte).
  Hablamos de la dimensión cognitiva o metasemiótica que la novedad artística ha tenido en las últimas fases del arte (Hegel), sobre todo a partir del esteticismo o romanticismo tardío y no del todo agotada por la primera vanguardia (Menna, 1974; Formaggio, 1961, 1973; Eco, 1962). Dimensión que lo es, con seguridad política en la medida en que tiene como fin lo verdadero y, por ende, lo libre.
  El lego interpreta el compromiso político de la obra de arte de la manera tradicional, hoy del todo inaceptable, como dicotomía entre arte puro (no comprometido) y art engagé (a fin de cuentas pura representación idealizada de la realidad, y con esto afirmación de las relaciones sociales existentes). Por el contrario, para los críticos, historiadores y artistas más o menos avezados en el oficio filosófico coinciden al fin vanguardia (inorganicidad) y compromiso (contra la dominación política), lo que implica, en el mejor de los casos (cuando se desecha la intención social de la metáfora), volver a fijar el elemento emancipador o crítico en un principio estructural (o inestructural), esta vez, del arte superviviente. Las más de las veces se olvida que, en lugar de explicar el principio estructural vanguardista de lo inorgánico como pura politicidad, se podría investigar ya en el orden de lo pragmático, tanto los motivos políticos (que responden a tecnologías dominación [privados y estratégicos]) como los (no)políticos (públicos y “desinteresados”), pueden ir juntos, inclusive en una misma obra.
  Nos convence la suposición de que existe una promesa de verdad y de libertad en la obra de arte. Cabría pensar que dicho momento de verdad (a lo Adorno) lo es de la obra de arte, y no del discurso que lo actualiza, el que requeriría ya de su propia crítica ideológica. Tenemos en la obra de arte una verdad y una libertad no dicha, difícil de decir o de reactivar por medio del comentario. Por lo menos, nos dejamos convencer que conviene explorarla (alegorizarla o friccionarla entrecruzándola con el discurso crítico), antes de proclamar piadosamente cualquier utilidad del arte al servicio de alguna de las luchas de emancipación política, de los reclamos de reconocimiento de identidades colectivas o de las demandas de igualdad de derechos de las formas de vida culturales.

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