“Hasta
entonces, como yo no había comprendido, no había visto"
M.
Proust
Todavía hoy seguimos cayendo en la tendencia a
interpretar las obras artísticas sólo como creaciones y fenómenos de la
expresión. De este modo se ponen en juego categorías que presuponen de modo no
explícito que el arte no puede ser entendido ya como conocimiento. En este
sentido, la obra de arte es considerada como la expresión de una vivencia y la
experiencia estética se agota en la reproducción posterior de la vivencia
creativa.
Esta actitud de contemplar de manera puramente
estética las obras de arte, prescindiendo de su dimensión moral o cognitiva, ha
llevado a que el arte adquiera en la modernidad un carácter autónomo. Sin duda
esta posición está plenamente legitimada, sin embargo, en concurrencia con la separación
de esferas de validez sobre la que se monta, el arte se ve obligado a renunciar
a la “pretensión de verdad” de la obra artística. Esto es, se priva de ser un
“enunciado” real, de decir algo sobre el mundo entorno y acepta para sí la mera
dimensión de la ficción y de la ilusión que le es señalada por la ciencia
moderna.
El trasfondo sobre el que opera, la escenografía
sobre la que está montada esta “conciencia estética” viene constituida por el
concepto de verdad de la ciencia moderna y por el tipo de experiencia requerido
por ella. Para esta ciencia el conocimiento fiable se logra únicamente a través
de la experimentación metódica; sólo por observaciones metodológicamente
controladas, las cuales tienen que ser repetibles a voluntad por sujetos
intercambiables, se obtienen enunciados válidos sobre la ‘realidad’. Con esta
articulación no se delimita ciertamente sólo el campo global del saber sino que
también se fija lo que en adelante ha de ser llamado real y el tipo de
experiencias que deben ser tenidas en cuenta: éstas sólo tienen valor por su
reproductibilidad y solamente se consideran válidas en cuanto son confirmadas.
Así, las ciencias humanas y el arte llegan a conformar o mejor, quedan
relegadas a un campo de ‘saber’ que no cumple con las normas metodológicas de
la ciencia estricta y por lo tanto no puede adjudicárseles un saber legítimo.
Como puede verse la alternativa que se planteaba para las humanidades era método o estética, es decir, o adaptaban los métodos provenientes de las ciencias naturales o se declaraban metodológicamente autónomas y trataban, bajo la imperiosa coacción de la cultura científica, de desarrollar sus propios métodos. Aún cuando el segundo cuerno de la alternativa pueda parecer prometedor, los métodos que históricamente se elaboraron a partir del modelo estético (vale decir, de la segunda mitad del XIX a esta parte) vienen signados por su dependencia de los conceptos de verdad y experiencia propios de la ciencia moderna, con lo cual no hacen más que inducirnos a error en cuanto a la relevancia del método y confundirnos en relación con el punto de partida de sus consideraciones.
En última instancia, desde su matriz, todos los
productos de la cultura son concebidos como “fenómenos de expresión” que tienen
que ser entendidos, al modo historicista, desde el contexto de su propia época y
desde la vida del autor; trayendo consigo, de este modo, insolubles problemas en
torno al desciframiento de la subjetividad del autor y de cómo salvar la
distancia histórica o la extrañeza cultural.
La mencionada dicotomía llegó a plantearse no solo
en términos de lo objetivo contrapuesto a lo subjetivo sino incluso entre el
dominio racional de la ciencia y el irracional del arte y la filosofía. Para
limitarnos al ámbito de la conciencia estética, estas dicotomías encuentran su
procedencia en una abstracción: para la estética del genio no podía admitirse que la obra de arte hiciera referencia a otra cosa
que no fuera ella misma. Toda indicación que rebasara los límites de su
propia y autocontenida existencia la rebajaba a una función meramente
instrumental. Este prejuicio moderno encuentra a su vez apoyo en la
consideración kantiana de que el juicio puro de gusto versa sobre una belleza
libre, la cual no presupone finalidad alguna pues esto socavaría la belleza
puramente estética del tal juicio. Como queda claro, esta distinción no hace más
que restringir el juicio estético separándolo de toda referencia al ser y al
conocer. En esta tendencia, la conciencia estética termina, bajo el dictado del
agrado desinteresado, menospreciando los productos del arte pues a diferencia a
los objetos de la naturaleza, están ahí “para hablarnos”. En este sentido la
separación entre arte y realidad invierte lo propio del arte remitiéndolo al ámbito
de la “bella apariencia”.
Ahora bien, podemos decir que la conciencia
estética conforma una abstracción en varios sentidos, en primer lugar divide
arte y realidad al situarlo en un mundo radicalmente diferente (incluso sucede
esto en el contexto urbano como puede verse en el fenómeno de los centros o
ciudades de las artes); en segundo término, abstrae la referencia a la verdad
que es posible hallar en toda experiencia artística; e incluso en tercer lugar separa
de la obra de arte la actividad efectiva de los artistas al instaurar la
crítica del arte como instancia suprema.
Si por el contrario, no estamos dispuestos a
aceptar que el arte se agota en mera distracción y entretenimiento, cuya
relación con él se limitaría al goce estético de su bella apariencia, si
pretendemos reconocer y señalar su fuerza formadora y trasformadora, tenemos
que volver a preguntar por aquello que “nos dice” la obra de arte y por el modo
en que nos relacionamos con ella. Podría alguien negar que el Rey Lear por ejemplo nos dice algo
acerca de la ingratitud o de las relaciones de poder. Pero ¿cómo entender “lo
que nos dice”? ¿Cómo entender las trasformaciones que podemos sufrir?
Estas interrogaciones nos remiten a los planteos
que hiciera Hans Gadamer en su obra Verdad
y método (1960) cuyos esfuerzos van dirigido en
la primera parte de la misma, a dilucidar la cuestión de la verdad en la
experiencia de la obra de arte, aunque ciertamente con el objetivo no de
formular una teoría de las artes sino más bien de hacerla fructífera para una hermenéutica
filosófica que incluya además las experiencias del pasado y del lenguaje. Tal
como allí señala la investigación
científica que realiza la “llamada
ciencia del arte sabe desde el principio que no le es dado ni sustituir ni
pasar por alto la experiencia del arte. El que en la obra de arte se experimente
una verdad que no se alcanza por otros caminos […] representa junto a la
experiencia de la filosofía el más claro imperativo para que la conciencia científica
reconozca sus límites”.[2]
En este sentido, va a resaltar que en la
experiencia del arte se muestran dos aspectos a tener en cuenta: que el arte
representa una realidad autónoma que nos sobrepasa, pero en la que a la vez
estamos siempre implicados. Nuestra subjetividad está efectivamente siempre envuelta
en el juego del arte pero se limita a responder a la propuesta de la obra
artística. La dimensión objetiva que viene a representar el juego en la
propuesta de Gadamer, se impone a nuestra subjetividad; no somos dueños y
señores de esta experiencia sino que hay que decir mejor que “somos jugados” en
y por ella.
De modo que podemos señalar con Gadamer que la
experiencia que hacemos de la obra de arte tiene que ver con algo que nos
retiene y nos sacude; es la “experiencia de ser embargados” que siempre precede
y hace posible el ejercicio crítico del juicio. En este sentido, el arte hace más
elocuente el mundo que nos rodea, proporciona un plus, un “incremento” de realidad que constituye un verdadero
“enunciado”, el cual se eleva con una pretensión de verdad que reclama una
respuesta de nuestra parte, el establecimiento de un diálogo. La obra de arte
sería así este vernos interpelados que nos transforma.
Pero ¿no habrá que entender este “decir algo”, o
“tener algo que decir” como una simple metáfora? ¿No será en todo caso que la
obra habrá tenido algo para decir al observador contemporáneo de su creador,
pero una vez sacada de aquel mundo se convierte en un mero objeto de goce
estético-histórico? En primer lugar, Gadamer sostiene que la realidad de la
obra de arte (esto es, las obras creadas por los hombres y para hombres) no se
limita al horizonte histórico original en la que fue creada; según su parecer, pertenece
a la experiencia de la obra de arte el hecho de que la obra “tenga siempre su
propia presencia”[3].
Lo que la caracteriza es su inquietante e inagotable simultaneidad con el
presente, su contemporaneidad podemos decir. En este sentido, la verdad que
conlleva no coincide ni con su contexto histórico social ni con la
intencionalidad del creador. Por otro lado, se encarga de señalar que el “tener
algo que decir” -al menos en lo que respecta a las obras artísticas- no tiene
que ser entendido como una metáfora; por el contrario tiene un sentido y, como
todo lo que dice algo, pertenece al conjunto de lo que podemos entender, a un
horizonte de sentido.
El lenguaje de la obra de arte, por el que se
conserva y transmite, “es el lenguaje que la obra artística misma efectúa”, el
de su ejecución o realización. La obra ‘habla’ y no lo hace como un documento
histórico que dice algo al historiador, sino que nos habla a cada uno de
nosotros, como si le dijera algo especialmente a uno, habla como si fuera algo
presente y contemporáneo. Por eso surge la tarea de entender el sentido de la
obra de arte y la de hacerla comprensible “para sí mismo y para los demás”.
Como es sabido, y más allá de ciertas diferencias
internas, la hermenéutica es definida como el arte de hacer comprensible por un
esfuerzo interpretativo un lenguaje extraño o un malentendido. En el modelo
gadameriano se trata de una traducción o mediación de un lenguaje a otro, pero
hay que precisar que no se puede trasladar lo dicho a otro lenguaje sin antes
haber entendido su sentido, es decir que esta mediación entre dos lenguajes presupone
siempre la comprensión aplicativa.
Ahora bien, hacer comprensible lo extraño, lo que
nos excede, no significa simplemente la reconstrucción
del horizonte histórico social dentro del que la obra tuvo su significado y
función; significa a la vez la captación de lo que nos dice a nosotros. Tal
como sucede en el diálogo, lo que se entiende no es la literalidad de los
significados sino el sentido global de lo dicho, el cual no está contenido
estrictamente en lo enunciado. A su vez, aquello que se dice puede ser difícil
de entender, pero más difícil aún –y también tarea hermenéutica- es “dejar que
a uno le digan algo”. Puede verse ahora cuan abstracto resulta el modo de
proceder que primero crea intelectualmente la simultaneidad con el autor o con
el lector original (mediante la reconstrucción del horizonte o la captación de
la intención) para luego percibir el sentido de lo dicho.
Esto
sucede de manera incluso más acentuada en la experiencia de la obra de arte, pues
en ella más que una expectación del sentido se da una “afectación por el
sentido de lo dicho”. Lo que en ella es posible entender no es solo un sentido
cognoscible, lo que dice nos confronta con nosotros mismos; enuncia algo que
pone al descubierto aquello que se encontraba oculto, que nos afecta porque no
es algo que conozcamos de otro modo. Por eso Gadamer sostiene que entender lo
que nos dice el arte es un encontrarse consigo; es realmente una experiencia en el sentido de una
“conmoción y desmoronamiento de lo habitual” que nos obliga a revisar la forma
en la que nos conducimos en el mundo y la comprensión que tenemos de nosotros
mismos.
Es
esta presencia y contemporaneidad lo que convierte a la obra en lenguaje. No se
trata sin embargo de pensar sobre aquello que conforma el medio para este decir. La fuerza de la enunciación que nos
interpela nos empuja a lo que se nos está diciendo, y deja en segundo lugar
toda diferenciación estética. Tal como señalamos la reflexión sobre el medio
para decir algo, es secundaria en relación con el impulso que pretende aprender
lo dicho. En este sentido, lo dicho no es el contenido de aquello que se
expresa con la forma de un juicio, sino que es la co-determinación de lo que
uno quiere decir y lo que uno se deja decir. Comprender es siempre una fusión
de estos horizontes de sentido en la que ambos se determinan mutuamente, y por
esta razón conlleva siempre una trasformación.
Lo
que la experiencia de la obra de arte nos enseña con su presencia y
simultaneidad interpeladora es que para su comprensión no sólo no podemos
conformarnos con la vieja regla de que la mens
autoris vine a limitar lo que puede entenderse de un texto o de una obra
artística; nos muestra además que la subjetividad de la opinión no es
determinante para establecer el objeto del entender. Pone además de manifiesto
tanto que todo es susceptible de significar algo para el hombre, como que nada
se agota en el único significado que ofrece a alguien. Así como en la
comprensión histórica es la pertenencia a un cierto mundo histórico social de
la vida que nos sustenta e interpela lo que permite todo ejercicio de una
metodología histórica en las ciencias humanas y sociales, en la comprensión de
la obra artística es la experiencia de ser embargado, requerido, lo que siempre
precede y hace posible el ejercicio crítico del juicio.
Córdoba,
invierno del 2010
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